jueves, 26 de mayo de 2011

Un lirón de vacaciones

Hay hábitos contra los que luchamos toda la vida, y que sin éxito permanecen con nosotros día a día. Sin embargo, otros se esfuman sin saber por qué o dónde han ido. No sé ni las veces que he escuchado: “esta niña duerme como un lirón”, a lo largo de mi vida, sin embargo, el lirón debe haberse ido a otro lugar mejor, a un lugar desconocido, del que no sabe volver.

En estas noches interminables, en las que estar en la cama se convierte en una salvaje tortura, hay tiempo para todo, y entre esas cosas, también para pensar. Andaba yo en ese momento dulce de la duermevela cuando fui consciente del estado de la sociedad. La sociedad vive estos días en esa continúa duermevela, donde no nos abandonamos al placer de los sueños y donde la realidad queda cada más difuminada. Deambulamos sin pararnos, seguramente por miedo, a pensar qué es lo que realmente queremos, hasta que de pronto salta la chispa, llega el fuego, todo explota. Pero, ¿es esto suficiente?

La lucha colectiva, los gritos comunes, las miradas sin hablar entre los manifestantes, devuelven esa esperanza perdida, y por un momento parece que todo es posible, el cambio es posible si todos queremos pelear por él. Sin embargo, inmersos en esa esperanza colectiva, ¿no es hora de una revolución personal?
Autoexigencias que nos asfixian, metas que cada vez se dibujan más lejos, y la carga social, son el pan de cada día para una generación que lo ha recibido todo, que fue educada en la cultura del crecimiento y que impasible asiste al pinchazo de la pompa.

¿Qué sueños u objetivos son realmente propios? No nos damos cuenta (y generalizo) de que muchas de las cosas por las que luchamos a diario, tal vez no sean las que verdaderamente queremos. Vemos que el vecino de al lado tiene su casa en propiedad con una hipoteca asfixiante, y luchamos hasta la extenuación para conseguir esa carga, todos necesitamos un coche porque el transporte público “apesta”, en primordial se convierte también un trabajo exitoso, reconocido por todo tu ámbito social  y por supuesto todos necesitamos un hombro donde llorar.

Creo que la mayor crisis que sufre España está muy lejos de ser la de los mercados, aunque bien es cierto que está bien relacionada con ella. Nuestro mayor problema es que creíamos que esto era la panacea, que tener dos carreras, un máster o dos, idiomas, casa, perro y coche, era sinónimo de la felicidad más absoluta. Se nos ha olvidado cómo se disfruta comiendo pipas en un banco, la satisfacción de las pequeñas metas logradas, la incomparable sensación de sentir como la brisa primaveral golpea tu cara mientras charlas con unos amigos, en definitiva, se nos ha olvidado cómo lo sencillo es nuestro tesoro más preciado.

Alguien se ha encargado a consciencia de dejar los pespuntes firmes para que sea imposible descoserlos y liberarnos, tal vez se cosieron con las viejas “Singer” o tal vez sean producto de alguna máquina moderna, pero nos han hecho creer que no hay más opción que luchar por cosas que tal vez no queremos.
Deberíamos pensar qué es lo que de verdad ansiamos como individuos, dónde está la clave de nuestra insatisfacción, que si algo tiene que ver con nuestros superiores, no toda la culpa es suya, y si de verdad está tan mal volver a Torremolinos dejando a un lado las playas del Caribe.

Es una misión difícil la de sentarse a pensar qué es lo que uno quiere y realmente necesita. La parte positiva es que sólo te necesitas a ti mismo y el primer banco que te encuentres en tu calle. Sólo si empezamos a pensar en un futuro individual podremos conseguir uno común, pero para eso tenemos que saber cuáles son nuestras verdaderas necesidades como seres humanos.

jueves, 19 de mayo de 2011

Refléxiones





domingo, 8 de mayo de 2011

El alemán



El miércoles pasado, día de resaca futbolística, me hallé en una situación tan sorprendente como conmovedora. Después de mi correspondiente clase de inglés matutina, y tras haber pasado por el agua que nos revive cada mañana e ingerido ese cruasán con mantequilla sin el que ya no puedo vivir, me puse en marcha para intentar encontrar ese libro de inglés perfecto en su forma y contenido, que me permitirá por fin acreditar mis conocimientos.

Al llegar a la librería, y tras subir las escaleras siguiendo el cartel “libros de idiomas arriba”, me encontré una situación que para mi fue reveladora.

Un hombre menudo, de unos ochenta años, no menos, se debatía entre unos cuantos libros. No tendría mayor transcendencia la situación si no fuera porque todos aquellos libros eran de iniciación al alemán. El entrañable señor le preguntaba a la chica de la tienda cuál sería mejor para él, cuando entré yo en escena, para desgracia del señor que fue abandonado a su suerte ante tan crucial decisión.

Mientras yo recibía los consejos pertinentes sobre mis manuales, mi alma curiosa me llevó a escuchar cómo la señora de chaquetita roja que acompañaba al señor entrañable, le insistía y presionaba para que escogiera rápido, “coge este mismo, el de la cubierta verde”. Sin embargo, él no estaba seguro sobre cuál de aquellos libros, llenos de palabras imposibles, le haría avanzar más en su propósito.
Ya imagino lo que pasaría por la cabeza de la compañera de aquel señor, que sin equivocarme, habría permanecido a su lado más de cincuenta primaveras: “ahora le ha dado por el alemán, y yo sin comprar las berenjenas para las lentejas, y a estas horas…”.

Las mismas escaleras me devolvieron de nuevo a la bulliciosa calle Gaztambide, que rozando ya el medio día, era un hervidero de gente sin rumbo.
Yo, abrazada a mi futuro, materializado en un libro de 600 páginas, tuve por un momento claro el camino. Nunca es tarde para nada, sólo y únicamente, hay que tener ganas de intentarlo. Mientras, el viejecito continuaba al refugio de la sabiduría, en la vieja librería de la calle Gaztambide, sin saber qué libro sería mejor para pronunciar sus primeras palabras en alemán a sus ochenta años.

domingo, 1 de mayo de 2011

¿Por qué lo llamamos fútbol cuando queremos decir...?

Andaba yo por el puente de Londres, en un día de perros para no peder costumbre, cuando en mi teléfono sonó un mensaje que decía: “si el Madrid y el Barça, pasan a semifinales de Champions, se cruzarán”. La primera reacción fue poco ortodoxa, ¡qué fuerte! Después, con tiempo de reflexión mediante, y como consumidora feroz de fútbol, pensé que sería una buenísima oportunidad para ver a los dos grandes en acción, midiendo sus fuerzas hasta el extremo, y para disfrutar de este gran espectáculo al que llamamos fútbol.

Sin embargo, y a falta de que el próximo martes por fin culminen los cuatro malditos clásicos, en un día tan señalado como hoy, sólo se me ocurre decir que esto se ha salido de madre.

¿Le importa de verdad a alguien el fútbol a estas alturas? ¿Nos ciegan los colores y conseguir la victoria a cualquier precio? ¿Está justificada la agresividad en el deporte?

En el tercero de los clásicos (me centraré en este por más polémico), contemplé una escena atónita, que por “normal” no ha sido valorada en ningún medio de comunicación. Debido a la pelea de gallos que se generó en el tiempo muerto, el túnel de vestuarios del Santiago Bernabéu estaba atestado de policía nacional. Apenas se vislumbraban jugadores entre la marea de agentes que impedían que los jugadores se lanzaran al cuello del contrario, se escupieran, o se maldijeran de por vida. Esperpéntica escena en lo que se supone que es el plato fuerte del deporte español, por la pasta que mueve (para que obviarlo) y sobre todo por las pasiones que despierta. Para mí, del todo incomprensible, que un grupo de gente que ama lo que hace, cobra millonadas por ello, y son alabados por medio mundo, se permitan el lujo de ser separados por la policía nacional, como barriobajeros, porque no saben controlar sus impulsos. Niños de todo el mundo vieron en la pantalla cómo sus ídolos se insultaban, se revolcaban y se citaban fuera, lecciones de fútbol aprendieron pocas.

El último de los asaltos, sin ser el definitivo, también nos dejó violencia verbal. ¿Por qué ir de tapado, cuando se puede ir de destapado y decir lo que uno piensa? Aún me sorprende que amigos míos defiendan al señor Mouriño, y después de la rueda de prensa que se marcó en el postpartido de Champions, todavía más. A los que argumentan que si bien es un poco smug, es muy buen entrenador, os diré que, salir en el Bernabéu a mantener el 0-0 con el que arranca el marcador, va en contra de cualquier principio futbolístico, en los que la victoria la marca la diferencia de goles. Con más razón en una eliminatoria de ida y vuelta, en tu casa, con tu afición y con una plantilla para construir tres equipos notables. A aquellos que aunque de manera incomprensible valoráis la sinceridad del técnico portugués, que sin dobleces ni falsa humildad, hace frente a todo, con la “verdad” por delante, os diré que acusar al máximo rival de conseguir sus victorias por patrocinar a un organismo de la ONU en su camiseta, es cuanto menos, poco ético. No valoro su sinceridad, porque no lo sé (lo mismo tiene razón, pero de eso se encargará la UEFA, que valorará entre otros muchas cosas, que tiene que ver UNICEF en las victorias del Barcelona) pero lo que no tiene es base ética.

Mouriño, dueño y señor de la entidad blanca, está dispuesto a todo por la victoria, pero se conforma con un 0-0 en su campo, curioso.

Para terminar, hay otra cosa que ronda en mi cabeza, por su gravedad e importancia. Cuando se produce la archiconocida entrada a Alves, si bien nadie sabía, como árbitros que no somos ninguno, de qué color debería ser la tarjeta (más amarilla que roja en mi opinión), de lo que no había duda, era de que había existido un contacto entre ambos. ¿Cuál es mi sorpresa al llegar a casa unas horas después? Misteriosamente en un video difundido por varias televisiones nacionales, no existe tal contacto. ¿Me castigaron mis ojos en el directo por ver tanto fútbol? Es para plantearse hasta dónde se puede llegar por secundar la palabra de Dios. Esto es muy serio, pensadlo.

En resumen, si estamos dispuestos a creernos todo, a aceptar todo, a admitir todo (balonazo de Messi a la grada del Bernabéu, como otras muchas cosas inadmisibles), nos estaremos perdiendo en nuestro ego, en nuestro afán de ser los mejores sólo por nuestros colores, en el triunfo por el triunfo y no en cómo conseguí ese triunfo y por qué será recordado. Sinceramente, me aventuraré a decir, que me da igual como acabe esta serie de clásicos, sólo quiero que acabe. Odio la violencia, sea del color que sea, verbal o física, me juegue lo que me juegue.