Hay hábitos contra los que luchamos toda la vida, y que sin éxito permanecen con nosotros día a día. Sin embargo, otros se esfuman sin saber por qué o dónde han ido. No sé ni las veces que he escuchado: “esta niña duerme como un lirón”, a lo largo de mi vida, sin embargo, el lirón debe haberse ido a otro lugar mejor, a un lugar desconocido, del que no sabe volver.
En estas noches interminables, en las que estar en la cama se convierte en una salvaje tortura, hay tiempo para todo, y entre esas cosas, también para pensar. Andaba yo en ese momento dulce de la duermevela cuando fui consciente del estado de la sociedad. La sociedad vive estos días en esa continúa duermevela, donde no nos abandonamos al placer de los sueños y donde la realidad queda cada más difuminada. Deambulamos sin pararnos, seguramente por miedo, a pensar qué es lo que realmente queremos, hasta que de pronto salta la chispa, llega el fuego, todo explota. Pero, ¿es esto suficiente?
La lucha colectiva, los gritos comunes, las miradas sin hablar entre los manifestantes, devuelven esa esperanza perdida, y por un momento parece que todo es posible, el cambio es posible si todos queremos pelear por él. Sin embargo, inmersos en esa esperanza colectiva, ¿no es hora de una revolución personal?
Autoexigencias que nos asfixian, metas que cada vez se dibujan más lejos, y la carga social, son el pan de cada día para una generación que lo ha recibido todo, que fue educada en la cultura del crecimiento y que impasible asiste al pinchazo de la pompa.
¿Qué sueños u objetivos son realmente propios? No nos damos cuenta (y generalizo) de que muchas de las cosas por las que luchamos a diario, tal vez no sean las que verdaderamente queremos. Vemos que el vecino de al lado tiene su casa en propiedad con una hipoteca asfixiante, y luchamos hasta la extenuación para conseguir esa carga, todos necesitamos un coche porque el transporte público “apesta”, en primordial se convierte también un trabajo exitoso, reconocido por todo tu ámbito social y por supuesto todos necesitamos un hombro donde llorar.
Creo que la mayor crisis que sufre España está muy lejos de ser la de los mercados, aunque bien es cierto que está bien relacionada con ella. Nuestro mayor problema es que creíamos que esto era la panacea, que tener dos carreras, un máster o dos, idiomas, casa, perro y coche, era sinónimo de la felicidad más absoluta. Se nos ha olvidado cómo se disfruta comiendo pipas en un banco, la satisfacción de las pequeñas metas logradas, la incomparable sensación de sentir como la brisa primaveral golpea tu cara mientras charlas con unos amigos, en definitiva, se nos ha olvidado cómo lo sencillo es nuestro tesoro más preciado.
Alguien se ha encargado a consciencia de dejar los pespuntes firmes para que sea imposible descoserlos y liberarnos, tal vez se cosieron con las viejas “Singer” o tal vez sean producto de alguna máquina moderna, pero nos han hecho creer que no hay más opción que luchar por cosas que tal vez no queremos.
Deberíamos pensar qué es lo que de verdad ansiamos como individuos, dónde está la clave de nuestra insatisfacción, que si algo tiene que ver con nuestros superiores, no toda la culpa es suya, y si de verdad está tan mal volver a Torremolinos dejando a un lado las playas del Caribe.
Es una misión difícil la de sentarse a pensar qué es lo que uno quiere y realmente necesita. La parte positiva es que sólo te necesitas a ti mismo y el primer banco que te encuentres en tu calle. Sólo si empezamos a pensar en un futuro individual podremos conseguir uno común, pero para eso tenemos que saber cuáles son nuestras verdaderas necesidades como seres humanos.